MIEDO A LA OSCURIDAD

Recuerdo que era una noche como muchas otras en mi niñez. Mis padres habían salido desde muy temprano a sus lugares de trabajo. Mi hermana, mi prima -quien se quedó viviendo con nosotros algún tiempo- y yo estábamos solos en la casa. Casi siempre nuestra costumbre era acostarnos y ver la televisión toda la tarde, después de hacer deberes. Como mi casa es de dos pisos, teníamos que bajar a la planta baja para ver si había algo para comer.

Aquella noche teníamos mucha hambre, así que decidimos que uno de los tres tenía que bajar en busca de alimentos. Ninguno quería ceder, todos queríamos quedarnos acostados en la cama. Pero tanta era el hambre que decidimos ir los tres juntos a la cocina que quedaba bajando las gradas.

Al bajar, nos dimos cuenta que la luz de la cocina estaba apagada y todo el camino hacia la cocina estaba muy oscuro. Vimos tan oscuro el lugar que nos dio miedo siquiera asomarnos. ¡No se veía nada, ni siquiera la puerta de entrada! El caso es que con ese ambiente y con las supersticiones de mi prima, el miedo se apoderó de nosotros. Mi prima decía que abajo podía estar el diablo y que solamente con agua bendita, tirada con el ramo del domingo de gloria, se le podía ahuyentar. Pero sucedía que aquel ramo también estaba en la cocina.

Pasados algunos minutos, nos tranquilizamos y decidimos bajar los tres cogidos de la mano, cuando de pronto, ¡zas!, se apareció un gato negro y subió corriendo las gradas, pasó entre nuestras piernas y nos empujó. ¡Tremendo susto el que nos pegamos! Además, el gato desde la terraza nos miraba fijamente y de una manera extraña. Mi prima nos decía que veamos sus ojos, que tenían un brillo extraño y que eso era porque el diablo estaba dentro de él. Con esos comentarios, nuestros corazones comenzaron a latir a mil por hora. Yo ya lloraba y mi hermana, ni se diga, ya se orinaba del miedo.

Por últimas nos aguantamos el hambre y decidimos ir nuevamente a nuestra camita para seguir viendo la televisión. Nuestro estómago estaba vacío, pero preferimos eso a nuevamente tener que sentir pánico. Después de unas horas, pudimos llevarnos algo de comer a la boca, gracias a que mi mamá llegó del trabajo. La única lección que mi hermana y yo aprendimos de esta experiencia fue no volver a hacer caso de las supersticiones de mi prima, pues fue solo eso lo que nos llevó a tener miedo.

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